Felipe II y el liderazgo
Publicado por Eugenio Ibarzabal el 22 Nov 2010, en Sin categoría
El libro de Geoffrey Parker sobre Felipe II es impresionante. La pregunta es: ¿el contexto ideológico de la época puede aminorar en algo la trayectoria de una persona que, a la luz de los ojos de hoy, no puede ser vista sino como un ejemplo de manual de fanatismo, crueldad, despilfarro y malicia?… Las personas no son lo que dicen que hay que hacer, sino lo que realmente hacen. Hay quienes no manifiestan sino buenas intenciones, mientras que sus actos nada tienen que ver con ello. Y hay otros que son ejemplo de lo contrario: en apariencia dicen barbaridades, pero luego sus actos los desmienten. Felipe II, a la luz del libro, es más bien un ejemplo de lo primero.
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Observemos lo que caracteriza su estilo de liderazgo:
– ¡Es tan evidente que no puede con todo!… Las responsabilidades –léase, conflictos en los países bajo su dominio- le superan por completo. Pero si en algún momento duda no es exactamente a propósito de ceder lo que tiene, sino más bien en aumentar aún más sus posesiones. Jamás reconocerá sin embargo sus limitaciones.
– Lo personaliza todo. Es Dios, yo y mi reino. Todo es lo mismo, es decir, yo. No hay distinción alguna. Sus intereses son los de su reino y los de Dios: “perdiéndose la religión, yo perdería mys estados”.
– Su relación con los demás. El resto de los seres vivos, aunque sea el ministro más cercano y poderoso, son sus siervos. Literal. Y con respecto a otros reyes de la época, nadie puede ser más que él. Si el otro lo pone en duda, es un enemigo. La estabilidad pasa por estar encima de todos.
– Lo controla todo. No delega nada. No llega, pero trata de entrar en todo. Nada se mueve sin su visto bueno o sin que haya partido de una orden o sugerencia suya.
– Como no llega a todo, tarda en decidir y prima los detalles mínimos (“menudencias”) por encima de lo fundamental, que se retrasa más y más.
– Guarda las formas en un primer momento, pero la amenaza es la alternativa para los que no quieren obedecerle.
– Su crueldad puede llegar a límites insospechados, especialmente con los más débiles y con los que pueden comprometerle de alguno u otro modo. El Duque de Alba no hace sino el “trabajo sucio” que Felipe II desea y sugiere.
– La ideología domina sobre las realidades financieras. Gasta sistemáticamente el doble de lo que ingresa, se endeuda hasta límites irracionales, incumple con sus deudores, y explota ya no sólo a las colonias sino también a sus propios compatriotas.
– No es fiable en sus manifestaciones y acuerdos, escritos o verbales, toda vez que es partidario declarado de la simulación y el engaño.
– Enfrenta constantemente a los suyos: dice una cosa a unos y otra a otros, de tal modo que los tiene confundidos, a fin de tenerlos controlados en todo momento.
¿Creen que tenía alguna posibilidad de que, finalmente, las cosas le salieran bien?… ¿Era su época o era fundamentalmente cómo era él?… ¿No era una época en que le estaba permitido todo, y que sacó lo peor de él?…
– ¡Es tan evidente que no puede con todo!… Las responsabilidades –léase, conflictos en los países bajo su dominio- le superan por completo. Pero si en algún momento duda no es exactamente a propósito de ceder lo que tiene, sino más bien en aumentar aún más sus posesiones. Jamás reconocerá sin embargo sus limitaciones.
– Lo personaliza todo. Es Dios, yo y mi reino. Todo es lo mismo, es decir, yo. No hay distinción alguna. Sus intereses son los de su reino y los de Dios: “perdiéndose la religión, yo perdería mys estados”.
– Su relación con los demás. El resto de los seres vivos, aunque sea el ministro más cercano y poderoso, son sus siervos. Literal. Y con respecto a otros reyes de la época, nadie puede ser más que él. Si el otro lo pone en duda, es un enemigo. La estabilidad pasa por estar encima de todos.
– Lo controla todo. No delega nada. No llega, pero trata de entrar en todo. Nada se mueve sin su visto bueno o sin que haya partido de una orden o sugerencia suya.
– Como no llega a todo, tarda en decidir y prima los detalles mínimos (“menudencias”) por encima de lo fundamental, que se retrasa más y más.
– Guarda las formas en un primer momento, pero la amenaza es la alternativa para los que no quieren obedecerle.
– Su crueldad puede llegar a límites insospechados, especialmente con los más débiles y con los que pueden comprometerle de alguno u otro modo. El Duque de Alba no hace sino el “trabajo sucio” que Felipe II desea y sugiere.
– La ideología domina sobre las realidades financieras. Gasta sistemáticamente el doble de lo que ingresa, se endeuda hasta límites irracionales, incumple con sus deudores, y explota ya no sólo a las colonias sino también a sus propios compatriotas.
– No es fiable en sus manifestaciones y acuerdos, escritos o verbales, toda vez que es partidario declarado de la simulación y el engaño.
– Enfrenta constantemente a los suyos: dice una cosa a unos y otra a otros, de tal modo que los tiene confundidos, a fin de tenerlos controlados en todo momento.
¿Creen que tenía alguna posibilidad de que, finalmente, las cosas le salieran bien?… ¿Era su época o era fundamentalmente cómo era él?… ¿No era una época en que le estaba permitido todo, y que sacó lo peor de él?…
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Tenía, para desgracia de todos, un gran valor: era un gran trabajador. Obsérvese esto: si uno es soberbio y tonto pero vago, el mal que puede hacer es mucho menor que si además de soberbio y tonto, se es un gran trabajador y para colmo se goza de buena salud. Y Felipe II no hacía otra cosa que trabajar, a conciencia, y además murió cumplidos los setenta.
Todo era, según él, cumplir la voluntad de Dios; pero si todo le fue saliendo mal, como así ocurrió, debería haber llegado a sospechar que Dios no estaba demasiado contento con lo que hacía. Sus últimos meses fueron horribles y su muerte nada recomendable para el peor de sus enemigos –se fue pudriendo, literalmente-, pero no se sabe si llegó a preguntarse si más que hacer la voluntad de Dios no era más bien la suya la que había tomado en cuenta a lo largo de toda su vida, y lo que le estaba sucediendo no era, en consecuencia, sino un castigo en tierra.
Ganó algunas batallas, sí, pero finalmente no ganó la guerra y arruinó a su país. Si hubiera dejado la sociedad española y europea tal y como se la encontró, y el dinero que recibió de América lo hubieran aprovechado las escasas clases productivas, a las que ignoró y reprimió, España hubiera sido mucho más rica, su patrimonio más abundante y sus gentes no hubieran tenido que sufrir viendo a miles de sus hijos morir de hambre, o en guerras y contiendas navales de una crueldad inaudita.
Si alguien me preguntara: ¿pero es que no había nada bueno en este hombre?… Pues eso, que era muy ordenado, muy limpio, trabajador, y que además construyó El Escorial… Hubo tal vez algunos años en que, incluso, fue amable con la cuarta de sus mujeres, Anna de Austria.
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¿A dónde quiero llegar, pensarán algunos?… Estoy seguro de que al describir a Felipe II más de una persona habrá recordado a otra más cercana en el tiempo, un personaje histórico reciente o incluso a alguien al que ha conocido bien… y no precisamente para bien. Y sin embargo…
Y sin embargo se puede dar un paso más, preguntándonos qué hubiera hecho uno en su lugar, sabiendo que:
– hiciera lo que hiciera, nada malo me podía pasar.
– nadie me reprocharía nada.
– todos los de alrededor justificarían mi errores.
– atentar contra el rey fuera sinónimo de recibir una muerte horrible.
– la ideología oficial era capaz de tragar con todo.
– o dicho en otras palabras, soy un ser que no tengo límites en esta tierra.
Se reconocerá que, si bien al principio rechazamos su actuación, cuando nos imaginamos más y más metidos dentro, y nos preguntamos si somos capaces de asegurar que no hubiéramos hecho nada de todo eso, una voz interior nos viene a decir: “mejor callar y no juzgar”… E inmediatamente nos centramos en hacer lo que toca en lugar de criticar a otros.
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