Eugenio Ibarzabal

El marido de la inglesa

Publicado por el 10 Mar 2022, en Sin categoría

El 11 de mayo sale a la calle un nuevo libro que terminé en otoño del pasado año, tras terminar el dedicado a la familia Sota. Se titula “El marido de la inglesa que vivía en la casa del danés”. Sí, ya sé que el título es sorprendente. Pero el contenido será más claro si digo que lleva como subtítulo “Una historia sobre el poder de la escucha”. El libro está ya a la preventa.

En realidad, es mi historia como hombre al que le ha tocado escuchar, que ha sido siempre mi forma de aprender y de sobrevivir: escuchando. No lo digo como mérito particular, ni como ejemplo de lo que uno hace y otros deberían hacer, no. Es lo que me ha tocado hacer, simplemente, me gustara o no. Y en muchas ocasiones, la verdad, me ha gustado muy poco. Pero me ha tocado hacerlo.

En el libro cuento mi experiencia y me descubro un poco. Si es para bien, ¿por qué no?

Lleva un prólogo de mi gran amigo Eduardo Anitua, y dos frases testimoniales: una de Manuela Carmena, con la que colaboré cuando me tocó lidiar con el sector de las organizaciones judiciales y de la que tengo un excelente recuerdo, y de Rudolf Flieger, un alemán al que conocí en el año 1978, cuando la embajada alemana me invitó a un viaje en el afán de conocer su sistema federal; lo más importante que saqué de aquella estancia fue mi amistad con Rudolf, mi guía entonces, una amistad que se ha renovado en los últimos tiempos.

Junto a caminar, creo que una de las cosas de las que más disfruto es de una buena conversación, aquella en la que dos personas, o las que sean, se escuchan, guardan silencios, piensan en lo que el otro ha dicho, se preguntan mutuamente, observan coincidencias y discrepancias, y se plantean al marchar si no será la otra persona quien, en el fondo, tenga más razón que la que tiene uno.

¿Cuántas conversaciones de este tipo has disfrutado en la última semana?… ¿Y en el último mes?… Así es como estamos, y por eso nos pasa tal vez lo que nos pasa. Sin embargo, es un disfrute que no cuesta dinero. Exige, eso sí, tiempo y desprenderse por un momento del ego.

La conversación es una manera de cambiar personalmente, y si cambiamos nosotros, por poco que lo hagamos, cambiamos también el mundo.

Porque una cosa es discutir y otra conversar. Cada día odio más discutir: ¿Qué me importa si, al final, y tan solo en apariencia, me salgo con la mía al discutir con otra persona? ¿Qué saco de todo ello? No ha servido ni para que el otro cambie ni para que yo cambie. Nos marchamos del mismo modo en el que llegamos. Tiempo perdido. Volvemos siempre peor.

También soy cada día más cínico ante algunos oradores en apariencia “brillantes”.

Un día leí en el excelente libro “Conversación”, de Theodore Zelin, una historia que traigo hasta aquí. Los poetas Wordsworth y Samuel Rogers recordaban una visita a Coleridge, el gran retórico, que les habló a lo largo de dos horas sin darles la posibilidad de soltar una palabra. Al salir los dos poetas, se produjo entre ellos la siguiente conversación:

–Es un hombre maravilloso–, exclamó Wordsworth.

–Maravilloso, sin duda– asintió Rogers, mirando al suelo.

–Qué profundidad de pensamiento, qué riqueza en la expresión.

–Nunca había escuchado nada igual.

Entonces se hizo una pausa.

–Pero –preguntó Wordsworth– ¿has comprendido con exactitud lo que ha dicho sobre la filosofía kantiana?

–Exactamente, no –le respondió Roger.

–¿O sobre la pluralidad de mundos?

–Reconozco que no. De hecho, si debo decir la verdad, no he comprendido ni una sílaba desde el principio hasta el final.

–Yo tampoco –concluyó Roger.

Estoy harto de aguantar pelmas. En lugar de pelmas podría decir “brillantes”, porque lo único que saben hacer es sacar “brillo” al lenguaje. Hacen frases; hablan de pájaros y flores, en realidad. Me aburren. ¿Os pasa lo que a mí? Es posible que también yo haya hecho lo mismo en otro tiempo; ruego me perdonen los que me han sufrido. Creo que en los últimos tiempos he mejorado un poco.

“El marido de la inglesa que vivía en la casa del danés” trata de descubrir, mediante la escucha, el misterio de lo ordinario, salir de lo conocido e introducirse en lo desconocido, que lo tenemos ahí delante, ver lo que no se ve. A veces basta con escuchar; es una herramienta que se nos dio para descubrir regalos ocultos.

Esa es mi experiencia.

Y la he contado.

En la calle en menos de un par de meses.

Ya tengo ganas.

Comentarios

  • Cristina

    Yo también. Un abrazo, Eugenio


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