Eugenio Ibarzabal

En los Juegos Olímpicos

Publicado por el 02 Ago 2012, en Sin categoría

Sarah y yo hemos tenido la suerte de asistir a la inauguración de los Juegos Olímpicos. Qué decir. En apariencia, la organización era muy sencilla –cabe imaginar las horas que habrá habido tras esa sencillez-, la amabilidad de los voluntarios nos impresionó –qué ganas de agradar-, y la memoria en papel del espectáculo, con el ministro conservador de Cultura en un lado y la ministra laborista en la sombra en la otra, ambos con la misma importancia, nos dio a entender lo que son siglos de democracia.

Fue un espectáculo sobre lo que los británicos consideran lo mejor de sí mismos, sobre lo que ellos creen que es lo mejor que han hecho. Me llamó la atención que, en ese contexto, pensaran que una de las mejores cosas que han hecho es el Servicio Nacional de Salud, cuya gestión y futuro genera hoy tantas controversias en este país. Pero no fue obstáculo para que lo sacaran a relucir y no se interpretara luego como un ataque al gobierno actual, que trata de reducir costos y gestionar el servicio de otra manera.

Al tiempo, me pareció un elogio al mérito, no tanto a la fama.

Y me reí, claro, con el tratamiento de la entrada de la reina lanzándose en paracaídas y con Rowan Atkinson rememorando “Carros de fuego”. El humor, naturalmente, como una actitud, que es fundamentalmente una respuesta a la vida, nunca una manera de escapar de ella. Tener cerquita a Paul McCartney fue un acontecimiento para los que ya tenemos una edad.

No puedo negar que, en contraste con todo ello, ver llorar incontroladamente a Murray en Wimbledon unas semanas antes me hizo pensar que algo no estaba funcionando muy bien. En ocasiones parece que nos han educado para creer que si no somos los primeros, hemos fracasado. Si esto fuera así, además de imposible ser feliz, llegaríamos a la conclusión de que la historia del 99,999% de la humanidad está condenada al fracaso. Algo me dice que no estamos entendiendo nada de lo que es la vida. Una de las buenas preguntas es saber cuáles son los criterios por los que uno se va a juzgar al final.

Unido a esto, lo poco que sabemos de lo que es la vida, el día pasado me ocurrió algo que no olvidaré: andando por un parque nos paró un anciano, muy amable por cierto. Se había perdido. No tenía documentación, no recordaba dónde vivía y no sabía llegar a casa. Había salido a pasear con su mujer, y en algún descuido se despistó y se perdió. Tratamos de ayudarle, caminando con él hacia los lugares que le eran familiares, pero fue imposible. Pensé en lo vulnerables que somos, en lo que nos creemos y en la ayuda que necesitamos para sobrevivir. Al nacer, al final de la vida, pero lo que a menudo olvidamos es que necesitamos también ayuda a lo largo de la vida. Y no ayudamos ni nos dejamos ayudar. En el fondo, seguimos sin enterarnos de nada. Me llamó la atención la calma del hombre, las veces que nos dio las gracias y pensé en el terror que su familia tendría en aquel momento, imaginando tal vez lo peor a propósito de su desaparición. Finalmente encontramos una solución para él.

Mi familia británica está vinculada al ejército, y está sufriendo directamente los recortes. Por cierto, el ejército español es, en número, mayor que el británico, y el recorte de efectivos que ya se está produciendo en Gran Bretaña es mayor que las previsiones que el ministerio español está pensando hacer en el futuro. Con ello está casi todo dicho. Visité con mi cuñado las instalaciones de la Navy en Porstmouth, y recorrí algunas naves históricas, como el H.M.S Victory – la de Nelson en Trafalgar- y el H.M.S. Warrior – el barco más potente en su momento. Si alguna vez tienen oportunidad de estar aquí, no duden en visitarlos. Uno tiene la impresión de estar tocando historia, esfuerzo, horror, sacrificio y trabajo. Al imaginarse la vida de los jóvenes marineros embarcados en estas máquinas de muerte, su sacrificada vida en su interior y su remota posibilidad de escapar de una muerte tan cruel, es imposible no comparar la vida que les tocó a algunos y la que nos ha tocado a otros, comparar, situar nuestras quejas y constatar nuestra frecuente perdida de perspectiva: ¿no tenían también ellos derechos?… ¿qué fue de ellos?… ¿quién fue el culpable?…

Ha muerto Stephen Covey. Fue un hombre que, hasta la información que dispongo, practicó lo que predicaba. Tuve la suerte de conocerle en Alburqueque, New Mexico, en el transcurso de una conferencia inolvidable para mí. Desde esta página vaya mi agradecimiento para él: “Los siete hábitos” fueron para mí un despertar al desarrollo personal. Se trata de uno de esos momentos en los que me sentí más “tocado”, en el mejor sentido de la expresión. ¡Cuanto bien habrá hecho Covey para tanta gente!… No voy a hablar aquí del libro: si alguno no lo ha leído, se lo recomiendo vivamente. Yo al menos aprendí mucho. Pero me gustaría recordar aquí otro aspecto de Covey del que también aprendí mucho. Poco acostumbrado a escuchar a buenos conferenciantes en España, toparme con él, entre otros, fue una auténtica suerte para mí. Constaté que hablar podía convertirse en un espectáculo. Junto a Franklin Schargell, fue uno de mis maestros. Y le estoy muy agradecido.  

En una conversación con Iñigo Gurruchaga me ha soltado una imagen que me ha ayudado: me dice que uno de los libros que más le han ayudado ha sido el mito delSísifo, de Camus. Ya saben, el Sísifo es quien va subiendo una montaña con una enorme piedra. Lo hace poco a poco. Y cuando llega casi arriba se le cae y vuelve a empezar, a cargar la piedra y a subir. Una y otra vez. Tal vez sea ese nuestro destino, incapaces de mantener la piedra siempre arriba. Si, en la medida que pudimos, hicimos subir la piedra o no. Tal vez solo eso. Gracias, Iñigo.

Contestar

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Enviando el comentario acepto la política de privacidad de esta web