Eugenio Ibarzabal

De vuelta de un viaje a Sevilla.

Publicado por el 07 Feb 2022, en Sin categoría

Observo que el libro de «Los Sota» se sigue vendiendo. Han pasado ya más de cuatro meses y se ha impreso la segunda edición. No oculto que me llena de ánimo. Y no solo las ventas, sino todo lo ocurrido alrededor del libro: los comentarios, las entrevistas mantenidas y los correos con personas que se han acercado hasta mí ofreciéndome más y más información. En algún momento pensé que solo a mí me interesaba esta historia, pero, afortunadamente, estaba equivocado; había al parecer muchos que pensaban que ya era hora de contarla.

Y ahora ya, lanzado a otro proyecto. Es curioso, hay un vacío amenazador entre el final de un proyecto y el comienzo de otro. ¿Seré capaz?, ¿es mi final?, ¿me vendrán más ideas?

En mi caso, creo que hay que tratar de no agarrarse a la primera idea que surja, sino saber aguantar la inquietud, aprender a esperar estando en babia y disponerse a escuchar y ver lo que, a veces, tenemos delante y no se ve.

En babia, escuchando esa música que me hace bien.

Pero a veces no es posible estar en babia, suena mal y los pretendidos prejuicios morales lo impiden. Ya se sabe, no se puede estar sin “estar haciendo algo”. Por eso hay que forzar; en mi caso, marchando en esta ocasión a Sevilla por unos días. Cambias de escenario geográfico y, obligadamente, cambias de escenario mental: otros acentos, otra habitación, otras conversaciones, otro clima y otra comida. Y dejarte llevar; abandonarte, centrarte en la “ensaladilla rusa” de “Mariscos Emilio” (evitar los restaurantes en los que la sirven con “sacabolas” de helado), el atún preparado de tan diversas formas en “La Sal” (excelentísimo templo del atún), o el rabo de toro de “El Cairo” (un restaurante clásico donde no hay que ir el primer día porque puedes terminar por repetir y no probar ya ningún otro más).

Sí, abandonarte. Pocas veces la palabra abandono, tan vilipendiada, tiene ahora una connotación más positiva: se trata de un abandono activo.

Me gustan esos “cortes”, pero tan solo por unos pocos días. Mi límite es la semana, contando los viajes de ida y vuelta; tres o cuatro días, como mucho, de estancia. Como me sobraba un día me fui también a Córdoba, donde disfruté en el “Moriles Ribera”, abandonándome ahora a las sugerencias del camarero, que me trató bien y barato. La torrija era magnífica. Mis viajes son así meramente instrumentales. Observo luego cómo se van cargando las pilas. Y tras observar, captar lo que llega y degustar lo que me hace bien.

Una práctica muy ignaciana.

 

Converso con el amigo que me sirve, maravillosamente, por cierto, de guía en el viaje gastronómico, cultural y sentimental por Sevilla. Tenemos algo en común: a los dos nos metieron hasta la médula de pequeños la “parábola de los talentos”, esa que dice que un día tendremos que responder de los talentos que se nos dieron, y entregar sus frutos, además, multiplicados por dos. ¡Qué cruz la nuestra!, he pensado siempre.

Y así hasta el final, hasta caer exhaustos y nos llegue el descanso final, que, una vez alcanzado, será, dicen, eterno.

Menos mal.

A veces me gustaría no ser así, pero algunos somos así, hay que admitirlo, y a cierta edad no hay ya manera de cambiar; he renunciado a ello. Releo los comentarios que los profesores me hicieron en el colegio y advierto que las piezas encajan. El final coincide con el principio. ¿O es que hemos vuelto al principio? Quién sabe.

Sea como fuere, lo cierto es que ahora estoy ya de nuevo en marcha; vivimos en la medida que tenemos un proyecto. Eso es, al menos, lo que a mí me sucede. Y cada proyecto es una nueva oportunidad de vida que no puedo desaprovechar, y con dicha oportunidad el conocimiento de más personas y, a través de ellas, aún más vidas a vivir.

Al tiempo, la sensación de que me he lanzado a ese proyecto como si me lanzara a un río, sin saber dónde ni cómo saldré, o de que me he metido en un túnel en el que no veo la luz. Es más, muerto de miedo por no saber ni si habrá luz al final, o si me quedaré, para siempre, en algún tramo del túnel.

Con el miedo, la necesidad de confiar y, hasta que no se advierta luz, pedalear. Me lo dijo un gran amigo, de esos que hacen lo que dicen: hay días en lo que lo único que cabe hacer es pedalear. Aprieto los puños en el manillar para no caerme y confío. ¿En qué? En que, finalmente, habrá luz, aunque no sea la que al principio esperaba, ni en el plazo que me había fijado, ni del modo imaginado. Tras el vacío entre un proyecto y otro, ahora, a los que no somos muy inteligentes, lo único que nos toca es trabajar.

Hacer lo que toca, estando tan solo en lo que celebramos y sin pensar un día y otro en el resultado final, porque, de lo contrario, podemos volvernos locos, caer y hacernos daño.

Y ya no tenemos edad.

Comentarios

  • Rodolfo

    Me alegra que estés satisfecho sobre todo por los comentarios que recibes

  • Conrad

    Estupenda iniciativa Eugenio! Y un estupendo comienzo. Veo que en gastronomía andaluza no andas nada mal …


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